El ensayo “Colección de arena” de Italo Calvino comienza siguiendo el paseo de su autor por una exposición de colecciones raras, siendo la primera y última colección en la que se detiene la que da título al texto. Sin embargo, si nos proponemos seguir sus pasos para delinear un “mapa” de su trabajo pronto notamos que esta colección, que este título no es el destino al que el autor desea arribar con su recorrido, sino apenas un punto de referencia, un mojón en el camino, del cual no teme alejarse en sus reflexiones.
En este ensayo Calvino no apela a las estructuras clásicas del género sino que parecería ilustrar su idea sobre la “ (…) la necesidad de transformar el fluir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluir de los pensamientos.” Esa aparente fluidez en sus divagaciones escritas, que adivinamos en verdad producto de un esfuerzo tenaz y consciente, no vacila en sacrificar solidez argumentativa (en el sentido de la retórica clásica) en favor de un cierto afán estético, que finalmente resulta tan convincente como la prueba más calificada. ¿Existe entonces alguna contraargumentación posible? ¿Cuál es, en sí, el argumento del enunciador en este ensayo? ¿Existe ensayo sin argumentación? El hecho de dudar incluso de la existencia de una argumentación, ¿indica el pleno acuerdo con lo argumentado? El mapa que intento vanamente trazar sobre el texto de Calvino también se interrumpe absorto ante esa colección de arena y de palabras.
El siguiente ensayo del autor, “Por qué leer los clásicos”, responde a una estructura más formal en su desarrollo y acota el fluir de las ideas a una precisa enumeración de los argumentos que respaldan su tesis, ya enunciada desde el título, sobre la necesidad de leer los libros considerados como “clásicos”.
Los puntos de la argumentación se presentan eslabonados, como si cada uno fuera causa del siguiente y consecuencia necesaria del anterior, introduciéndolos con frases como “Por lo tanto podríamos decir que…”, “Añadamos por tanto que...” o “Llegamos por este camino a una idea de…” Por otro lado, los comentarios que amplían los mismos son, o bien ejemplificaciones sobre la experiencia del enunciador como lector, o ejercicios que invitan y guían al lector a plantearse distintas definiciones de “clásicos”, conduciéndolo eventualmente a las mismas conclusiones que el autor defiende. Tal vez la fluidez de este ensayo se percibe precisamente en la sólida conexión entre argumentos que el enunciador logra construir, consiguiendo finalmente que el lector los confunda con el devenir natural de sus propios pensamientos, incrementando así la fuerza de sus proposiciones. Este plan de argumentación en el que el autor “acompaña” el curso de las reflexiones del lector es probablemente uno de los más efectivos si se persigue la finalidad de convencer, y Calvino lo emplea con precisión y maestría.
Finalmente el ensayo de María Negroni, poetisa rosarina doctorada en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Columbia, se presenta como un ejercicio autobiográfico que sirve al enunciador como “excusa” para reflexionar sobre el exilio, la inmigración y su influencia en su producción literaria.
Este ensayo, al igual que el primero de Calvino, no parece estar destinado a convencer a un auditorio universal ni mucho menos a orientar la conducta de un destinatario particular. El enunciador del texto recurre asiduamente a su experiencia personal y a diversas citas para sustentar y canalizar sus planteos, apelando a la “emoción” del lector, tornándose decididamente argumentativo sólo en uno de los pasajes finales, cuando responde a una “queja” de Yvonne Burdelois que reclama una reivindicación de la identidad colectiva de los autores nacionales. Negroni, por su parte, identifica este reclamo con el de las editoriales norteamericanas que estereotipan y por tanto, condicionan la literatura latinoamericana, creando tal vez un nuevo tipo de autoritarismo y represión, que es justamente el gran “fantasma” del que la autora parece estar huyendo en todo el texto.
En este ensayo Calvino no apela a las estructuras clásicas del género sino que parecería ilustrar su idea sobre la “ (…) la necesidad de transformar el fluir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluir de los pensamientos.” Esa aparente fluidez en sus divagaciones escritas, que adivinamos en verdad producto de un esfuerzo tenaz y consciente, no vacila en sacrificar solidez argumentativa (en el sentido de la retórica clásica) en favor de un cierto afán estético, que finalmente resulta tan convincente como la prueba más calificada. ¿Existe entonces alguna contraargumentación posible? ¿Cuál es, en sí, el argumento del enunciador en este ensayo? ¿Existe ensayo sin argumentación? El hecho de dudar incluso de la existencia de una argumentación, ¿indica el pleno acuerdo con lo argumentado? El mapa que intento vanamente trazar sobre el texto de Calvino también se interrumpe absorto ante esa colección de arena y de palabras.
El siguiente ensayo del autor, “Por qué leer los clásicos”, responde a una estructura más formal en su desarrollo y acota el fluir de las ideas a una precisa enumeración de los argumentos que respaldan su tesis, ya enunciada desde el título, sobre la necesidad de leer los libros considerados como “clásicos”.
Los puntos de la argumentación se presentan eslabonados, como si cada uno fuera causa del siguiente y consecuencia necesaria del anterior, introduciéndolos con frases como “Por lo tanto podríamos decir que…”, “Añadamos por tanto que...” o “Llegamos por este camino a una idea de…” Por otro lado, los comentarios que amplían los mismos son, o bien ejemplificaciones sobre la experiencia del enunciador como lector, o ejercicios que invitan y guían al lector a plantearse distintas definiciones de “clásicos”, conduciéndolo eventualmente a las mismas conclusiones que el autor defiende. Tal vez la fluidez de este ensayo se percibe precisamente en la sólida conexión entre argumentos que el enunciador logra construir, consiguiendo finalmente que el lector los confunda con el devenir natural de sus propios pensamientos, incrementando así la fuerza de sus proposiciones. Este plan de argumentación en el que el autor “acompaña” el curso de las reflexiones del lector es probablemente uno de los más efectivos si se persigue la finalidad de convencer, y Calvino lo emplea con precisión y maestría.
Finalmente el ensayo de María Negroni, poetisa rosarina doctorada en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Columbia, se presenta como un ejercicio autobiográfico que sirve al enunciador como “excusa” para reflexionar sobre el exilio, la inmigración y su influencia en su producción literaria.
Este ensayo, al igual que el primero de Calvino, no parece estar destinado a convencer a un auditorio universal ni mucho menos a orientar la conducta de un destinatario particular. El enunciador del texto recurre asiduamente a su experiencia personal y a diversas citas para sustentar y canalizar sus planteos, apelando a la “emoción” del lector, tornándose decididamente argumentativo sólo en uno de los pasajes finales, cuando responde a una “queja” de Yvonne Burdelois que reclama una reivindicación de la identidad colectiva de los autores nacionales. Negroni, por su parte, identifica este reclamo con el de las editoriales norteamericanas que estereotipan y por tanto, condicionan la literatura latinoamericana, creando tal vez un nuevo tipo de autoritarismo y represión, que es justamente el gran “fantasma” del que la autora parece estar huyendo en todo el texto.
8 de noviembre de 2010, 18:35
Excelentes notas!