Me acomodo los anteojos y subo los últimos escalones: Ya estoy en el vestíbulo central de la estación de trenes de Retiro. Al igual que en mi primera visita (forzada por la necesidad de conseguir monedas para el colectivo) no puedo evitar detener la mirada unos segundos en su imponente cielorraso abovedado, obra de arquitectos ingleses establecidos en el país a principios del S XX. La obra fue inaugurada 6 años después del inicio de su construcción, en 1915, y es la estación de trenes más importante de Buenos Aires, punto de llegada y partida de más de 30 líneas ferroviarias.
Noto que hoy no está encendida la pantalla gigante que pasaba videoclips mientras hacía la fila para conseguir cambio hace un par de semanas. Tal vez se deba a lo poco concurrida que se encuentra la estación en esta fresca mañana de jueves, previa al Bicentenario. Aprovecho para recorrer a mi gusto, como no tuve oportunidad de hacerlo en aquella ocasión.
Yenny, Todomoda, Panchobeat, revisterías, bares, telecabinas, un tentador Café Notable, publicidad del nuevo Flash Factory , otra de Cristiano Ronaldo advirtiendo sobre la caspa, una florería e incluso una casa de antigüedades… Sí, todavía estoy en el interior de Retiro, y cualquier expectativa previa generada por el aura mítica que rodea a una estación de trenes (para quien sólo las ha visto en películas o imaginado a través de libros) se desvaneció hace un par de negocios, bruscamente contrariada por el pequeño y eficiente Shopping a mi alrededor. Pienso por un momento que aquí no puede existir ese “Otro” extraño al que se refiere Geertz en “Estar allí”; las personas que luego serán mis eventuales compañeras de travesía podrían ser las mismas con las que viajo a diario en subte o colectivo. Tal vez la única diferencia es que por estas fechas todos llevan escarapelas.
Me dirijo a los guardias de los molinetes ya que la cartelera con indicaciones también está apagada. Uno de ellos me indica que pase, que el tren está demorado; no están cobrando pasajes. La gente comienza a impacientarse mientras aguarda buscando el tren a lo lejos, más allá de donde las filas de vehículos sobre la autopista interrumpen las nubes. Mientras adopto naturalmente sus gestos y posiciones contemplo los amplios ventanales detrás de las naves, los murales en las paredes de enfrente, los splitheads amarillos y las propagandas del libro de Redrado, conjugados armoniosamente en este curioso y desencantado escenario.
Finalmente el esperado tren llega hasta nosotros, y subo apresurada para buscar la “ventanilla ideal”, sin percatarme de que aún no conozco cuál es su destino. Mi compañero de asiento me informa que el tren se dirige a Mitre, y que tenemos una media hora de viaje. No es un viajero frecuente. Un hombre con muletas y sin una pierna sube al tren de enfrente, “no le creas a los que piden”, me advierte mi compañero, prontamente devenido en experimentado gurú de transportes ferroviarios. Me permito dudar si en este caso es posible un engaño. Observo envoltorios de caramelos bajo los asientos y agarraderas en los pasillos auspiciadas por ESPN; una creciente familiaridad resulta inevitable. Desde el otro vagón un perro es el único que me devuelve la mirada.
El tren comienza a marchar y por mi ventanilla desfilan edificios, depósitos y trenes que ya no marchan. Entonces, de pronto y casi desprevenidamente, pasando el edificio cilíndrico de Claro, por la otra ventanilla distingo las primeras “casas” de las villas bajo la autopista, unas sobre otras; de ladrillos primero, de chapas después, con la ropa tendida para secarse en este jueves sin sol, flameando como banderas olvidadas, de los olvidados. El tren cobra velocidad, parece huir; huimos. Nosotros podemos.
El viaje transcurre sin sobresaltos; un guitarrista entretiene con algunos desafinados temas folclóricos y luego arenga: “El río es nuestro… todo mal, todo mal.” Concluye con una canción de su autoría cuyo estribillo repite: “Se siente, se siente, el río es de la gente.” Una chica a mi lado intenta sofocar una risa. Pasan un vendedor de medias, otro de Beldents, una de pastelitos. Los edificios por la ventanilla y la gente en el vagón van menguando. Uno de los pocos edificios en construcción que cruzamos es de ladrillos a la vista y me recuerda tristemente a la villa, con sus casas de ladrillo apiladas, como si fueran un bosquejo impreciso de éste, que se eleva fuera de mi vista.
Entre las últimas estaciones solamente hay casas y varias plazas alfombradas de otoño; ya no alcanzo a ver edificios de departamentos ni otras construcciones de altura. Parece que el tren estuviera invadiendo sin derecho alguno esos apacibles barrios suburbanos; siento que nosotros somos unos intrusos en su paisaje cotidiano, con nuestras vías, nuestros ruidos y nuestra agresiva velocidad. Inesperadamente, por mi ventanilla se cuela una esquina de mi barrio, en Chaco, y noto que estos últimos barrios cada vez se parecen más a los de mi ciudad. Chaco, las villas, los trenes, la Argentina del Bicentenario, todo está mucho más cerca de lo que a veces creemos, de lo que a veces queremos. Entre “estar allí” y “estar acá” a veces sólo hay unos cuantos minutos en tren.
Llegamos a Mitre y debo esperar unos minutos antes de emprender el regreso. La vuelta se asemeja a una película rebobinada, con impacientes edificios brotando estación a estación. La última imagen que me llevo es la primera, la de esas embanderadas villas.
Salgo a la calle y todavía no hay sol, todavía sigue fresco, todavía es una mañana de jueves antes del Bicentenario. Lo primero que distingo es la torre de los ingleses y detrás, el Sheraton, también tan inexplicablemente cerca. No puedo evitar pensar que muchas banderas flamean orgullosas en las calles estos días, pero que nuestro orgullo debería obligarnos a recordar esas otras, las que nunca tienen sol.
Noto que hoy no está encendida la pantalla gigante que pasaba videoclips mientras hacía la fila para conseguir cambio hace un par de semanas. Tal vez se deba a lo poco concurrida que se encuentra la estación en esta fresca mañana de jueves, previa al Bicentenario. Aprovecho para recorrer a mi gusto, como no tuve oportunidad de hacerlo en aquella ocasión.
Yenny, Todomoda, Panchobeat, revisterías, bares, telecabinas, un tentador Café Notable, publicidad del nuevo Flash Factory , otra de Cristiano Ronaldo advirtiendo sobre la caspa, una florería e incluso una casa de antigüedades… Sí, todavía estoy en el interior de Retiro, y cualquier expectativa previa generada por el aura mítica que rodea a una estación de trenes (para quien sólo las ha visto en películas o imaginado a través de libros) se desvaneció hace un par de negocios, bruscamente contrariada por el pequeño y eficiente Shopping a mi alrededor. Pienso por un momento que aquí no puede existir ese “Otro” extraño al que se refiere Geertz en “Estar allí”; las personas que luego serán mis eventuales compañeras de travesía podrían ser las mismas con las que viajo a diario en subte o colectivo. Tal vez la única diferencia es que por estas fechas todos llevan escarapelas.
Me dirijo a los guardias de los molinetes ya que la cartelera con indicaciones también está apagada. Uno de ellos me indica que pase, que el tren está demorado; no están cobrando pasajes. La gente comienza a impacientarse mientras aguarda buscando el tren a lo lejos, más allá de donde las filas de vehículos sobre la autopista interrumpen las nubes. Mientras adopto naturalmente sus gestos y posiciones contemplo los amplios ventanales detrás de las naves, los murales en las paredes de enfrente, los splitheads amarillos y las propagandas del libro de Redrado, conjugados armoniosamente en este curioso y desencantado escenario.
Finalmente el esperado tren llega hasta nosotros, y subo apresurada para buscar la “ventanilla ideal”, sin percatarme de que aún no conozco cuál es su destino. Mi compañero de asiento me informa que el tren se dirige a Mitre, y que tenemos una media hora de viaje. No es un viajero frecuente. Un hombre con muletas y sin una pierna sube al tren de enfrente, “no le creas a los que piden”, me advierte mi compañero, prontamente devenido en experimentado gurú de transportes ferroviarios. Me permito dudar si en este caso es posible un engaño. Observo envoltorios de caramelos bajo los asientos y agarraderas en los pasillos auspiciadas por ESPN; una creciente familiaridad resulta inevitable. Desde el otro vagón un perro es el único que me devuelve la mirada.
El tren comienza a marchar y por mi ventanilla desfilan edificios, depósitos y trenes que ya no marchan. Entonces, de pronto y casi desprevenidamente, pasando el edificio cilíndrico de Claro, por la otra ventanilla distingo las primeras “casas” de las villas bajo la autopista, unas sobre otras; de ladrillos primero, de chapas después, con la ropa tendida para secarse en este jueves sin sol, flameando como banderas olvidadas, de los olvidados. El tren cobra velocidad, parece huir; huimos. Nosotros podemos.
El viaje transcurre sin sobresaltos; un guitarrista entretiene con algunos desafinados temas folclóricos y luego arenga: “El río es nuestro… todo mal, todo mal.” Concluye con una canción de su autoría cuyo estribillo repite: “Se siente, se siente, el río es de la gente.” Una chica a mi lado intenta sofocar una risa. Pasan un vendedor de medias, otro de Beldents, una de pastelitos. Los edificios por la ventanilla y la gente en el vagón van menguando. Uno de los pocos edificios en construcción que cruzamos es de ladrillos a la vista y me recuerda tristemente a la villa, con sus casas de ladrillo apiladas, como si fueran un bosquejo impreciso de éste, que se eleva fuera de mi vista.
Entre las últimas estaciones solamente hay casas y varias plazas alfombradas de otoño; ya no alcanzo a ver edificios de departamentos ni otras construcciones de altura. Parece que el tren estuviera invadiendo sin derecho alguno esos apacibles barrios suburbanos; siento que nosotros somos unos intrusos en su paisaje cotidiano, con nuestras vías, nuestros ruidos y nuestra agresiva velocidad. Inesperadamente, por mi ventanilla se cuela una esquina de mi barrio, en Chaco, y noto que estos últimos barrios cada vez se parecen más a los de mi ciudad. Chaco, las villas, los trenes, la Argentina del Bicentenario, todo está mucho más cerca de lo que a veces creemos, de lo que a veces queremos. Entre “estar allí” y “estar acá” a veces sólo hay unos cuantos minutos en tren.
Llegamos a Mitre y debo esperar unos minutos antes de emprender el regreso. La vuelta se asemeja a una película rebobinada, con impacientes edificios brotando estación a estación. La última imagen que me llevo es la primera, la de esas embanderadas villas.
Salgo a la calle y todavía no hay sol, todavía sigue fresco, todavía es una mañana de jueves antes del Bicentenario. Lo primero que distingo es la torre de los ingleses y detrás, el Sheraton, también tan inexplicablemente cerca. No puedo evitar pensar que muchas banderas flamean orgullosas en las calles estos días, pero que nuestro orgullo debería obligarnos a recordar esas otras, las que nunca tienen sol.