Los dueños del fuego

—Recapitulemos —dijo, por fin, la doctora— .Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en…
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
— ¿Cómo? —dijo la doctora.
—Está sentado, todavía no fue —dijo el indio—. Hubo un breve silencio.
—Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación —avisó la doctora a la clase—. Explíquese —dijo severamente—. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así.
—Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando —dijo el indio—, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.
El dueño del fuego, Sylvia Iparraguirre

Comenzaba la Primera Guerra Mundial en el siglo pasado cuando un antropólogo polaco radicado en Gran Bretaña, B. Malinowski, se trasladaba a las islas Trobriand (actual Papúa Nueva Guinea) donde desarrollaría su célebre método etnográfico. La corriente funcionalista, de la cual fue el mayor exponente, propondría un modelo teórico acorde a este método: una nueva forma de mirar al otro, de contacto con el otro, crítica del etnocentrismo al que sucumbían irremediablemente los antropólogos evolucionistas. Así surgió el relativismo cultural, cuyo postulado principal sostiene que todas las culturas son diferentes entre sí, pero equivalentes, por lo tanto diversas.

En este marco podemos imaginar fácilmente la escena del cuento de Iparraguirre, en la que la eminente doctora Dusseldorf interroga al indio toba ante su clase de antropología: El indio, representante de esa diversidad cultural, despierta interés científico, incluso simple curiosidad, ya que sigue siendo ese “otro” exótico, lejano aún estando frente a nosotros, alejado. Hasta que el toba se dice argentino: cuando la identidad se comparte, la alteridad se torna confusa.

En la tradición ensayística de América Latina numerosos autores (Aníbal Ponce, Fernández Retamar, Leopoldo Zea) han retomado una figura shakesperiana como símbolo de la identidad latinoamericana: el Calibán de “La tempestad”. Calibán, esclavo de Próspero, bárbaro, tosco; Calibán despojado de sus tierras, pero que no se somete dócilmente: aguarda su momento. Para Zea, Calibán es símbolo de la relación colonial (Calibán - colonizado; Próspero – colonizador); y esta relación empañará inevitablemente nuestra mirada hacia el otro, desde un “nosotros” que al ser parte de la relación jamás podrá ser “objetivo” (como pretendería la Dra. Dusseldorf). El relativismo cultural no atiende a esta desigualdad entre culturas colonizadas y colonizadoras, que no está dada de manera “natural” sino que es producto histórico de una relación de dominación, fundada en la apropiación desigual de bienes materiales y simbólicos, a expensas de los dominados. Pero Calibán podría representar no sólo esta relación colonial sino también cualquier relación de dominación, considerando cualquier proceso cultural, o de una cultura sobre otras, sin dejar de señalar la posibilidad de rebelión.

En este sentido, introduzco un breve fragmento de un texto del Subcomandante Marcos, “El otro jugador”:
Un grupo de jugadores se encuentra enfrascado en un importante juego de ajedrez de alta escuela. Un indígena se acerca, observa y pregunta que qué es lo que están jugando. Nadie le responde. El indígena se acerca al tablero y contempla la posición de las piezas, el rostro serio y ceñudo de los jugadores, la actitud expectante de quienes los rodean. Repite su pregunta. Alguno de los jugadores se toma la molestia de responder: "Es algo que no podrías entender, es un juego para gente importante y sabia". El indígena guarda silencio y continúa observando el tablero y los movimientos de los contrincantes. Después de un tiempo, aventura otra pregunta "¿Y para qué juegan si ya saben quién va a ganar". El mismo jugador que le respondió antes le dice: "Nunca entenderás, esto es para especialistas, está fuera de tu alcance intelectual". El indígena no dice nada. Sigue mirando y se va. Al poco tiempo regresa trayendo algo consigo. Sin decir más se acerca a la mesa de juego y pone en medio del tablero una bota vieja y llena de lodo. Los jugadores se desconciertan y lo miran con enojo. El indígena sonríe maliciosamente mientras pregunta: "¿Jaque?".
FIN del Cuento.

Nuevamente aparecen los otros; esta vez son ellos, los “dominantes”, que a veces nos integran en su “nosotros” si así les conviene, y otras veces simplemente nos ignoran y siguen con su juego, que se mueve por intereses que nada tienen que ver con los nuestros. Pero entonces esa bota embarrada nos devuelve a la historia, a todos los otros jugadores, desde el Calibán de Shakespeare hasta el toba de Iparraguirre, a todos los jugadores ignorados (no ignorantes, como se pretende), para que detengamos ese juego, para que les embarremos el tablero. Para que recuerden que podrán ser los dueños del juego, pero no son los dueños del fuego.

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