Le traje estos jazmines doña Meme, espero que le gusten; se los dejo aquí junto a los otros. No, todos juntos se deslucen, me parece mejor en este vaso… estos claveles ya se marchitaron, si me permite voy a tirarlos. Listo, creo que está mejor… ahora mire lo que encontré en el jardín de Norita, en el camino hacia aquí; una de las últimas en florecer este año, seguramente. Las camelias no tienen fragancia, ¿no es así?
Sé que le debía una visita hace tiempo Meme, pero Ud sabe cómo son las cosas, con la casa, los chicos, mi marido; Ud sabe cómo son esas cosas. Pero hoy tengo tiempo y quise venir a verla a Ud antes que nada porque tengo algo que contarle, algo que no puede esperar y que le va a interesar mucho. Es sobre su hija Liliana.
Lily encendió la lámpara en el techo, la apagó, encendió el velador y recorrió con calma la habitación en penumbras, aguardando a que los muebles ya vacíos de colores, ya más parecidos a sombras que a cuerpos se delinearan precisos.
Al abrir las puertas del armario y asomarse a su interior sintió –por un momento- que aquel era un sitio acogedor y seguro, sintió –en ese momento- que aquel sitio acogedor y seguro no era otro que el armario de su infancia. Y aquella niña que imaginaba encerrándose era ella misma, ardientes los ojos y las mejillas, recostándose en el tibio suelo, casi conteniendo el aliento, esperando a que todas las voces en la casa llamaran su nombre, sin reconocer siquiera una ¿Por qué no distinguía sus voces, la voz de su madre, la voz de Julio? ¿Por qué sólo oía el quejoso murmullo de las maderas que la rodeaban, deseosas de ceder y morir sobre su pecho? Ese día ella supo que los muertos en sus armarios bajo tierra no reconocen las voces.
Lily sonrió sin ser vista y extendió la mano, un poco temblorosa, rozando camisas, sacos y pantalones descuidadamente colgados en perchas, hasta detenerse en un vestido corto de espalda descubierta. Lo acercó a su rostro; era el vestido que había usado en su último cumpleaños, rodeada de vecinos, amigos y familiares en esa misma casa hace sólo un par de meses, cuando su madre aún vivía, cuando el vestido aún olía a colonia de lavanda.
Dejó aquel vestido en el armario y tomó todas las camisas y los abrigos, vació los estantes de remeras, polleras y pulóveres, los cajones de medias y ropa interior, y por último zapatos y zapatillas, sandalias y botas. Con una calma que desmentía cualquier recuerdo de ardor en ojos y mejillas guardó cada prenda en una valija abierta sobre la cama, disponiéndolas en un orden caprichoso pero esmerado. Levantó la vista una vez hacia el espejo; tan sólo un gesto de ese reflejo inmóvil, ajeno, hubiera bastado para disuadirla, pero nada, nada le pertenecía.
Su hija decidió dejarlos Meme, dejar casa, hijos, marido, todas esas cosas. Aprovechó que este fin de semana el marido y los chicos se fueron a la chacra a visitar a Julio, a pasar unos días jugando al truco y pescando truchas en el arroyo. No sé en qué estaba pensando, cuando su pobre familia volviera el domingo… Pero Nelly la vio anoche, sentada en la terminal del ómnibus con su valija, su bolso de mano, unas bolsas, sentada sola. Y ya sabe Ud cómo es eso, si Nelly se enteró anoche esta mañana ya nos enteramos todos.
Lily salió a la oscuridad de la calle, encerrando tras la puerta la oscuridad de su casa –así creyó hacerlo-. La terminal de ómnibus estaba a unas pocas cuadras de tierra; iría caminando, arrastrando la valija, el bolso, un par de bolsas, el agobiado cuerpo; arrastraría todas aquellas cargas ahora que ya ninguna podía arrastrarla a ella. Le pareció también estar abriendo surcos en la tierra a cada paso, hendidos por el peso de una improbable cadena que cedía mezquinamente sus eslabones, y que con seguridad en algún paso –tal vez en el próximo- finalmente la detendría.
Fue entonces que Lily se detuvo un momento, sólo un momento, para poder seguir a la niña de sus recuerdos que cruzó fugaz ante ella, seguirla hasta el interior de una casa cercana, hasta la cocina de esa casa, hasta las figuras de su madre y su hermano Julio, hasta ella misma.
Un aroma dulzón que parecía dejar en su boca un poco de membrillo, otro poco de canela, se empeñaba en ubicar rigurosamente el horno, la vajilla, la mesada, mientras levantaba a su alrededor los claros muros de la cocina y el dominio implacable de su madre. “Julio, llevale este pedido a doña Rita, decile que lo anote a nuestra cuenta y que no se preocupe, sus tartas van a estar listas para el lunes. Arreglate un poco ese pelo Liliana, tenés que ir al consultorio del doctor Parra y confirmar el encargo del pandulce, explicale que tiene que pagar por adelantado. Ah, y decile también que lo esperamos con la señora para la cena del jueves, pero no se te ocurra moverte hasta que te dé la plata del pandulce.” Una Lily de cabellos alborotados asintió con firmeza, aunque no era más que otra figura revestida con aquella desgastada pátina de brillo que unía todos los dulzones recuerdos de su infancia.
Inmediatamente, su nostalgia le impuso un recuerdo reciente, en esa misma cocina pero ahora vagamente dispuesta, con aquella misma mujer, pero tal vez más pequeña, más opaca. Su madre repetía “decile que lo anote a nuestra cuenta y que no se preocupe…”, mientras se comportaba como un reflejo cansado del primer recuerdo, sin reconocer, sin notar siquiera a una desesperada Lily a su lado que ya no tenía los cabellos alborotados ni la firmeza de su infancia. Entonces una emoción que no alcanzaba a definir intentó vanamente arrastrarla hacia los incontables recuerdos que se seguían de éste, ya no solo en esa cocina sino en cada lugar donde su madre se dedicó a repetir las escenas de su vida ante miradas ajenas e indulgentes.
Lily había sido la única que no se dio por satisfecha con el impune diagnóstico del doctor Parra – “después de todo, cierta forma de demencia es muy frecuente a la edad de Meme”- , la única que no había adoptado esa mezcla imprecisa de compasión y menosprecio para tratar con ella, la única que se había esforzado en repasar el sabor del membrillo, el olor de la canela en afán de recuperarla.
Unos pasos tras sus pasos hicieron que se sobresaltara, preguntándose en qué momento la noche se había salpicado de tantas estrellas y amenazas. Se desprendió algunos botones de la camisa, pegada al pecho por el sudor, y reanudó la marcha fatigada por el peso de sus cargas y su cadena, con la inexplicable sensación de estar repitiendo alguna otra escena de su vida, pero sin recordar cuál.
¿Puede usted entender esto doña Meme? ¿Qué es lo que se proponía su hija partiendo en plena noche de viernes, sola y con tanto equipaje? ¿Se dirigía, tal vez, al encuentro de algún amante oculto en la distancia? ¿O podría estar huyendo de algo oculto aquí mismo, ante nuestros ojos? Tal vez fue la vida que usted llevó doña Meme, o la muerte que se la llevó a usted, las que determinaron su decisión. O puede que haya sido justamente una decisión contra usted, contra su vida, contra su muerte, y eso era lo único que importaba… Pero finalmente ¿qué fue lo que en realidad hizo Lily? ¿Por qué arriesgarlo todo, su matrimonio, sus hijos, su nombre, todas esas cosas? Yo no consigo entenderlo. Tal vez ella tampoco lo entienda, pero estoy segura que esperaba que usted sí.
Sentada en un banco de la terminal, Lily intentaba distinguir cada ómnibus que emergía de algún distante fragmento de noche, adivinando sus contornos, preguntándose si de esa forma reconocería al indicado. Tal vez era aquel que ahora se estacionaba frente a ella, imponiendo su oscura figura a esa otra oscuridad. Pero a éste subiría el hombre sentado a su lado, con los dedos manchados de noticias de ayer y la boca que insinuaba alcohol y tabaco, y Lily sabía que no podía acompañarlo. Tal vez el próximo.
Aguardó cada uno de los colectivos con esa inmutable fe de la que siempre había oído hablar, pero en la que nunca había creído. Sacó del bolso unos papeles para abanicarse, sujetó con mayor firmeza la valija a su lado y cerró los ojos; la oscuridad ahora estaba adentro y afuera. Pero aún en esa segunda oscuridad creyó adivinar su presencia, le pareció intuir su mirada perpleja, desconocida, hundiéndose irremediablemente mientras su voz, y su otra voz -la que más bien era un eco- repetían “…pero no se te ocurra moverte.”
Tan sólo Lily había intuido, en todo su horror, que la inevitable cadena que unía a madre e hija estaba hecha de los mismos eslabones, y que cada día uno de ellos se desprendía inexorablemente, acortando distancias, atrapándola en el ciclo de la vida y la vida una vez más, condenándola cada día a un día más. Abrió los ojos.
El Fiat azulado bordeó imprudentemente la esquina, siguiendo los ojos de Nelly a través del vidrio empañado,hasta tropezar con la mirada empañada de Lily, perpleja, hundiéndose. En los ojos de su vecina, ajenos e indulgentes, Lily vio el corte limpio de un último eslabón, el último de una cadena que había sido, también, una esperanza.
Esa noche no habría más colectivos, ya amanecía. Lily tomó su valija, su bolso de mano, sus bolsas, y volvió a caminar, pero con pasos leves. Al pasar frente al jardín de Dorita desprendió con cuidado una camelia –ahora todo le pertenecía- y la acercó a su rostro, pero no sintió su fragancia. Pensó llevársela a doña Meme, tal vez con algunos jazmines; hace tiempo le debía una visita.